Un espacio trascendido entre Kitty chelas, marihuana y ropa asteric.
Por Alexis Covarrubias
@covarrubias68
La arquitectura —el arte mayor— como decía Valery, no solo es testimonio de la historia, lo es también de la cultura y de la civilización, es decir, de la vida en la ciudad, de la convivencia. Es en la arquitectura en donde se vive y se convive. Pero también en ella es en donde se sueña. Para eso y más ‘‘más de que sabe qué’’, para eso es la arquitectura. Es expresión —en muchas ocasiones sublime— del tiempo y de los espacios.
Me es interesante que llevamos ya 23 años del nuevo siglo, pero aún me sigue robando la mirada y el pensamiento, lo hecho durante el siglo pasado y vaya que al decirlo lo hago propio, pues he llegado a este mundo en 1994, si soy de esos que ‘‘milleninals’’, que probablemente fueron concebidos después de un bailongo de tecno banda por aquellos principios de los 90s, pero eso es otro tema. La mayor parte de los espacios urbanos que solemos frecuentar en el corazón de esta ciudad, son mucho más grandes que nosotros mismos, incluso que nuestros padres.
Y quien está a cumplir ya 100 años, es el que sí, se me permite decirlo —mítico, mágico y sobre todo surreal— Parque Rojo. Curiosamente llamado así por la misma población, por sus usuarios, sus habitantes y cuanto ser haga uso de las mismas aceras y sombras de los arboles del parque. Y es que en lo que fuesen los terrenos de huertas del Convento del Carmen en un principio, y luego ser sede de la Penitenciaria de Escobedo (ajá, por eso la calle donde están los churros lleva ese nombre, Penitenciaría). El parque fue un proyecto concursado por los hermanos Luis y José Barragán el cual se construyó entre 1934 – 1935 y es curiosamente la primera muestra del trabajo de Luis Barragán en espacios abiertos.
¿Y qué tan abierto se ha vuelto ese parque?
Mi primer acercamiento al parque fue a finales del 2017 cuando llegué a vivir a Guadalajara y el barrio que me acogió fue el de la Capilla, chulada de barrio que contaré en otra oportunidad. Pero esos primeros sábados en mi modo ‘vida de adulto’ me llevó a conocer un espacio con música, con personas que la apariencia va en tercer, cuarto lugar, que el que decir y hacer es lo importante, eso sí, uno que otro te vende un poema rayoneado, pero es parte de y nadie se agüita.
Entre venta de libros, pulseras, ropa y demás comida cannábica, el rojo se volvió un espacio seguro para echarte y ver la vida pasar, si no te gustaba ir a cervecería Chapultepec o algo por el estilo, podrás estar en pijama y sandalias y jamás saldrás fuera del aura que encierra ese lugar, no falta quien te diga que buen look traes.
Y es que incluso ahí mismo hice las primeras amistades por Grinder para echar el porro, amistades que aún conservo. Curioso que uno de sus autores (L. Barragán) muchos dicen que era parte de la comunidad, no lo sé y eso podrá ser chisme para otra entrada. Hoy en día el parque fuera de volverse una micro esfera de comercio local, se volvió un espacio para ‘ser’ para demostrar la tesitura de lo que somos en esta faceta de la vida y que mejor que un espacio seguro, en eso estaría orgulloso Luis Barragán.
Su misma posición me es interesante, puesto que es la mitad de lo que hoy es la ciudad entre el centro de cantera y olor a donitas, o las calles arboladas y cervezas a sobreprecio del barrio más ‘‘cool’’ y gentrificable.
Hogar cultural
El parque ha pasado a ser el hogar temporal en las tardes del sábado donde el deseo de pertenencia, modelado con roces de respeto e inclusión ha formado un lugar seguro por los mismos usuarios. El rojo, el de la diversidad, el parque aquel se ha vuelto una distopía que despierta cada sábado y acoge a sus allegados hasta altas horas de la caída del sol.
Como nota final, la ciudad se vive caminando, patinando, pedaleando o como la quieras atravesar y conocer, los espacios no lo conforman las planchas de concreto, paredes o bancas con árboles, los espacios y la ciudad misma la hacen las personas, las personas hacen los espacios.